Terquedad rutilante,
médula de saberes condenados,
apatía de la felicidad incierta,
los sentimientos.
Son penas que guarda un capullo,
sin huevos completos;
alguien sin alimento espera ahí,
detenido por su propia
incapacidad de volar,
por la propia ignorancia
de su entorno,
por el destino que lo
llevo a nacer un día ahí.
Aterrado por el recuerdo
de un pasado inexistente,
por la mística de un amanecer
sin sentido,
dependencia, demencia, saber.
Alegre de vivir y
muerto a la vez,
con esperanza en algo superior,
superior para lo que no puede volar,
para los ciegos de corazón.
Sublimes e hirientes ojos,
ojos cubiertos de vendas
fraguadas de acero,
máscara siniestra para
quienes las ven,
desearían olvidarlas
después de verlas.
Se oyen risas de llantos
perdidos,
de felicidades opacadas
por gritos de pasados candentes,
de insuficiente felicidad,
de vida,
este ser intenta olvidar
lo que no existe,
lo que no es,
acababa de entender,
que era más que un huevo en
sus ojos,
y al lograr escapar,
liberarse, darse cuenta
que no tenía alas,
que está solo y que
jamás podrá volar,
porque está ciego;
porque todos quienes
creía existentes lo olvidaron,
lo hirieron, lo mataron
casi al segundo de nacer.
Después de unos segundos,
Sintió que la brisa tocaba
su rostro cubierto de espanto,
lo que tenía por manos, no
lo dejaba abrazar su presencia,
estaba dormido en el silencio y
no tenía nada más que
amor en su corazón.
Eso no importo,
no importó para nadie,
no le importo
ni siquiera a las hojas de aquel árbol,
que caían risueñas
bailoteando con el viento,
inspiradas por la naturaleza
plena de gozo;
no le importó a la lluvia,
que llego a bañar todo de
desdicha y tinieblas;
no le importo ni al silencio,
ni a ti,
ni a mi,
a nadie.
Después de eso,
no hubo más bailes,
ni risas, ni lluvias;
sólo el agudo sonido
desde el interior de la máscara,
diciendo
graaaaaaaaaaaaaaaaaciashhh.
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